domingo, junio 24

Casi Nina...

Los días de mi infancia se sucedían grises y monótonos, esperando que llegara el bienaventurado momento en que fuera ya “grande” y pudiera escapar a un lugar más acogedor que el “dulce hogar”, al resguardo de la miseria y los arrebatos violentos de mi padre que, poseído por los demonios del alcohol iba convirtiendo la casa en una antesala del purgatorio, para mi madre y para mí.


Eran, decía, esos días, casi todos iguales, grises, opacos y atravesados por una angustiante opresión en el pecho. Pero había en el año, un día que no era así, sino que llevaba la marca de la alegría, del júbilo, del que se hablaba desde finales de las vacaciones de Julio hasta la víspera de Navidad. Era este el día de la primavera: el día del picnic, que, en mi pueblo se realizaba en el balneario municipal. Allí íbamos con la maestra a pasar una jornada, para mí, sencillamente maravillosa, donde toda la magia era posible: era la única salida que tenía permitida, amén de la asistencia cotidiana a clase. Resta decir que para mí la escuela ha significado durante la niñez y la adolescencia, una especie de paraíso terrenal, un territorio liberado, donde se podía hablar, reír y cantar, donde se podía, simplemente, vivir.

La escuela a la que asistía cotidianamente era una típica escuela de pueblo, erigida al amparo protector de la congregación de hermanas, que lentamente nos fueron alejando, algunos antes otros después, de la práctica de la religión. Fueron robando, sigilosamente ese espacio mágico de la infancia, habitado por un Dios protector, cariñoso, que resuelve los problemas y nos fueron devolviendo, en nuestro imaginario, a un Dios poderoso, que acecha a los niños en sus acciones y pensamientos para cobrarse las ofensas.

Las clases eran, en cambio, una experiencia hermosa, de ensueño, un lugar donde se podía despertar al mundo. Recuerdo mi preferencia por las Ciencias Naturales. La maestra, alta, muy alta, para mi escasa estatura, muy alta para mi veneración. Atronaban sus gritos en el salón de clases, y se mezclaban con los de los compañeros que se resistían a ingresar al aula, desplegando un llanterío y un pataleo infernal, que no hacía más que perturbar al resto de los niños, que mirábamos atónitos.

Las clases de música eran otra propuesta interesante. Debíamos trasladarnos hasta el aula de música, muy vieja y deteriorada, presidida por el piano, que la señorita Mirta hacía sonar maravillosamente y que iba generando en nosotros la necesidad casi física de tocar alguna tecla, al pasar, y arrancarle una queja.



Recuerdo la primera vez que entré en esa escuela. Sus paredes viejas, desgastadas por el paso del tiempo y la impiedad de los niños que asistían a ella cotidianamente. Llegamos con mi madre, con el fin de inscribirme en primer grado, porque a jardín de infantes no asistí porque, cuando no, mi padre pensó que era una pérdida de tiempo, ya que al jardín se va a jugar; y como no tenía sino mis escasos cinco años fue necesario que mi madre insistiera y gestionara ante un buen número de autoridades para que me aceptaran. Yo miraba llena de ilusión los delantales de las nenas de jardín, que en esa época, se llevaban de color celeste y cuadrillé rosa, con un gran moño detrás. Mi madre ya me había explicado que yo tendría que llevar, el consabido guardapolvo blanco, bien grandecito para que le ande en el invierno con pullover.

Promediando la mañana, la amenaza de optar por la escuela pública (el provincial, como le decíamos en ese entonces) ante la hermana superiora, logró que felizmente, ingresara a primer grado sin haber hecho el jardín y sin tener la edad reglamentaria. Eso me dio durante años la sensación de que mi escolaridad estaba jugando una carrera contra el tiempo, que había que ganar aún a costa de sacrificar el delantal de cuadrillé rosa o las vacaciones de verano para adelantar materias en la universidad.



Una vez convertida en un habitante más de la escuela, el festejo del 21 de Septiembre fue adquiriendo calidad de memorable. No obstante, estuvo en un par de oportunidades, a punto de ser empañado por un detalle no menor: la gaseosa. Los chicos de ahora cuentan con la secreta complicidad del envase de plástico, descartable, con un cierre hermético. En los días de nuestra niñez, en cambio, la única coca cola era aquella de un litro, envase retornable, que una vez abierta había que tomársela a toda, porque no permitía ser nuevamente cerrada de manera tal que no se derramara. Esto sin contar con que un litro de gaseosa es un poco mucho para un niño de seis años. La inventiva de mi madre, entonces vislumbró la solución en colocar una cierta cantidad de gaseosa en una botellita de alcohol, de vidrio, por supuesto, y cerrarla con un corcho que, a la sazón, había adaptado. Demás está decir que la expectativa que había despertado en mí la salida hizo que desde un buen tiempo atrás estuviera acopiando toda suerte de alfajores, galletitas, golosinas, etc. que, a duras penas logré hacer caber en la bolsita (de nylon, claro, de color amarillo). Lo cierto es que con tanto apretujamiento, la botella con la gaseosa quedó en posición horizontal, derramándose su contenido y mojándolo (ablandándolo, por consiguiente) todo y haciendo un verdadero “enchastre”, donde no se pudo aprovechar nada.

Aprendida la lección, al año siguiente, mi madre “cortó por lo sano” y me dio una fanta llena, de litro, tapada, que pesaba muchísimo y que, a duras penas, logré llevar al lugar del evento. Una vez allí, y al disponerme a disfrutar de la merienda, descubro con horror que el destapador viejo, en desuso que me habían dado “porque si llevás el nuevo y lo perdés tu padre me mata”, no servía (eso me dio la certeza también de por qué el susodicho había sido reemplazado).

Para abreviar diré que mi timidez y la desidia de la maestra, que cómodamente charlaba con sus colegas, sin interesarse porque a mí se me caía el mundo por no poder destapar la gaseosa, hicieron que tuviera que volverme, después de haberlo intentado casi todo, con la bendita fanta a cuestas, luego de haber correteado todo el día.

Muchos critican la expansión de las grandes empresas multinacionales. Yo siempre he visto con buenos ojos las incorporaciones al mercado que han hecho; sobre todo cuando se trata de nuevos envases.

2 comentarios:

Hugo dijo...

Nunca te digo nada, amor, pero siempre te leo...
Siempre le agradezco a la vida haberte encontrado

giovanni dijo...

No sé si todavía echas una mirada a comentarios nuevos en tu blog... pero me gusta decirte que leí (otra vez) con mucho gusto tu relato y espero tener contacto contigo otra vez.

Un abrazo