Poco se escribe últimamente. Escribir requiere, como leer, ese momento mágico de desprenderse del tiempo y del espacio para comenzar a ser en comunión con la letra. Una suerte de encuentro con uno mismo, que aguarda, del otro lado de la pantalla un lector o que, simplemente, busca impedir el ocio de la mano sobre el teclado.
Tantas cosas para decir y, sin embargo, de poco valor todas ellas. De poca relevancia. Cosas que no lograrán alterar el curso de los astros, por el sólo hecho de ser dichas. Sí! decir sin saber decir, sin otra virtud que el aire caliente de las siestas y el recuerdo que vuela hacia otro tiempo. Un tiempo en que acostada en la galería de la casa paterna, a resguardo del sol, leía con frenesí las novelas de Hugo Wast y, con ellas, inventaba esos mundos perfectos de mujeres sufrientes que no lograban la ventura.
Después crecí. No volví a leer a Wast. No volví a tener tiempo de estar tirada sobre las baldosas naranjas de la siesta, contando nubes e imaginando futuros irrisorios (la verdad debo decir que nunca tuve demasiadas expectativas al respecto)..., visitando lugares que jamás vería y sintiendo cómo el aire me acariciaba la piel (recuerdo que conservo intacto y que evoco en las profundidades de la noche, cuando me busco y no me encuentro).
La literatura ha sido siempre para mí un mundo de encuentro. El olor de las hojas amarillas por el paso del tiempo de las novelas baratas, compradas en mesas de saldos, o las páginas impecables de un libro recién editado, con su olor a tinta fresca, "a librería"...
Me pregunto, a veces, ¿dónde dejé de ser aquella que visitaba ansiosa las tiendas de libros usados, buscando esas maravillosas páginas, que luego, tal vez ni siquiera leería?...
lunes, diciembre 28
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